Capítulo 8
Alejandra ignoró todas las miradas y comentarios. Subió directo al altillo—ese rincón pequeño que era solo suyo—y allí, en completo silencio, comenzó a curarse las heridas.
Una vez que terminó, se tumbó en la cama, con la vista perdida en el cielo nocturno, teñido por la oscuridad.
Solo quería que el tiempo pasara más rápido.
Solo quería huir, escapar de esa casa llena de frialdad y máscaras.
En los tres días que siguieron, la familia Gómez se volcó de lleno en los preparativos para la fiesta de ingreso de Pilar a la universidad.
Braulio, tan encantado con ella, incluso anunció con orgullo que iría al registro civil a adoptarla legalmente.
Dijo que Pilar valía por cien hijas, que era mil veces mejor que la suya propia.
El día del evento, Braulio, que ni siquiera había asistido a una reunión escolar de Alejandra, apareció con un traje hecho a medida, de esos que cuestan una fortuna.
A nadie se le ocurrió invitar a Alejandra.
Era como si de pronto, todos hubieran olvidado que ella también vivía en esa casa.
Ya casi listos para salir, alguien subió al altillo y tocó la puerta.
Era Pilar.
Ya no traía la cara dulce ni la mirada temerosa de siempre.
Sus facciones estaban tensas, su sonrisa torcida, —Alejandra Gómez, arrodíllate y pídeme perdón.
—Si lo haces, podría convencer a papá de que te perdone.
Al ver que Alejandra ni se movía, la sonrisa de Pilar se agrandó, como si ya no pudiera ocultarla más.
—Eres mejor que yo en todo, sí… menos en una cosa: no sabes arrastrarte, no sabes fingir ni complacer a quienes te rodean.
—Por eso te mereces quedarte sin nada. Sin tu pareja, sin tu familia… incluso sin tus patentes.
—Me los voy a llevar todos, mientras tú solo puedes mirar desde abajo.
Se acercó un poco más, murmurando con un dejo de burla, —De verdad me intriga… ¿por qué sigues viva? ¿No te da asco respirar como un perro apaleado? ¿No te parece patético seguir arrastrándote por ahí? Jijijiji...
...
Siguió hablando, soltando veneno sin pausa.
No tenía miedo de que Alejandra contara nada, porque estaba segura de que nadie le creería.
Hasta que Mauricio subió a buscarla para irse, Pilar no se marchó.
Bajó sonriendo, lista para su gran noche con la familia Gómez.
Una vez sola, Alejandra se inclinó bajo la cama y sacó una pequeña grabadora que seguía encendida.
Presionó suavemente el botón de "detener grabación".
Hoy no solo era el día de la fiesta.
Hoy también era el día en que ella dejaría esta ciudad.
Y antes de marcharse, pensaba asegurarse de que los Gómez vieran, con sus propios ojos, la clase de flor venenosa que ellos mismos habían ayudado a cultivar.
Media hora después, llegó el carro del Instituto de Medicina.
El encargado, al ver que Alejandra solo llevaba en brazos el retrato de su madre, no pudo evitar mostrar sorpresa, —¿Ya nos vamos? ¿No vas a empacar nada más?
—No hace falta.
Respondió, apretando contra su pecho la foto con delicadeza pero con firmeza.
Fuera de eso, no pensaba llevarse nada más. Nada.
Al llegar al aeropuerto, se sentó en la sala de espera, dejándose abrazar por la calidez del sol que atravesaba los ventanales.
Ese lugar marcaba el inicio de su nueva vida.
Justo en ese momento, su celular empezó a sonar. Era Ramón.
Había vuelto al restaurante la noche anterior y revisado las cámaras de seguridad.
Fue entonces cuando descubrió la verdad: Pilar se había caído sola. Alejandra no tenía nada que ver.
—Después de la fiesta, quiero verte. —dijo él al otro lado del teléfono, —Fui demasiado duro contigo, necesito disculparme.
Hizo una pausa antes de agregar, —Y también… la vez pasada olvidé tu cumpleaños. Estaba tan ocupado… Pero te lo voy a compensar. Ya tengo tu regalo.
Estaba completamente seguro de que Alejandra aceptaría. La conocía.
En el pasado, no importaba cuánto la hiciera sufrir, ella siempre volvía. Siempre. Solo bastaban unas palabras dulces, un poco de arrepentimiento, y regresaba a sus brazos sin falta.
Pero esta vez, Alejandra no dijo ni una sola palabra.
Su silencio, tan frío, tan absoluto, le heló el corazón a Ramón. Algo estaba mal.
De pronto, por los altavoces, se escuchó la llamada de abordaje.
La voz de Ramón cambió de inmediato.
—¡Espera! ¿Qué fue ese sonido? ¿Dónde estás? ¡Alejandra, dime dónde estás!
Pero ella ya había colgado. Sacó la tarjeta SIM del celular, la sostuvo un instante entre los dedos… y la rompió sin titubear.
A estas alturas, ninguna falsa muestra de amor podía conmoverla.
Ni su padre, ni su hermano, ni ese amigo de la infancia que había jurado protegerla… A ninguno quería volver a ver.
Con esa decisión grabada en su alma, se levantó. Y sin mirar atrás, se marchó.