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Capítulo 4 Fue él quien mató a tu abuelo

César tenía una expresión de absoluta incredulidad. Rápidamente levantó los párpados de Alfonso, luego los volvió a examinar y también comprobó su respiración. Finalmente, César se desplomó en la silla de acompañante. Estaba muerto. Alfonso realmente había muerto. Sara no podía creerlo, ni quería hacerlo. —Médico César, ¿no fue usted quien salvó a mi abuelo? César se quedó sin palabras por un momento, pero pronto recuperó la compostura. No podía permitir que su reputación como el primer gran médico de Altoviento se viera afectada. Entonces, señaló con el dedo a Simón y lo acusó: —¡Fue él! ¡Este hombre vulgar venido de la montaña! ¡Fue él quien, con sus palabras malditas, mató a tu abuelo! —Médico César, ¿no le parece muy irresponsable echarle la culpa así a otra persona? ¿De verdad cree que la jefa Sara es tan ingenua como para creer semejante babosada? —¡Soy el primer médico de Altoviento! ¿Crees que le echaría la culpa a un don nadie como tú sin fundamento? Digo que tus palabras malintencionadas mataron a don Alfonso porque tengo razones y pruebas. —¿Qué razones? ¿Qué pruebas? —Don Alfonso ya había sido salvado por mí. Solo necesitaba reposar un momento en la cama, recuperar el espíritu, y despertaría de inmediato. Pero justo cuando estaba a punto de lograrlo, tú lo maldijiste. Esa maldita energía tuya interrumpió su proceso de sanación. ¡Por eso, don Alfonso murió por tu culpa! —¿Está seguro de que don Alfonso realmente murió? —¡No tiene pulso ni respiración! ¿Qué más prueba de muerte quieres? —No está muerto. Aún sigue vivo. Las palabras de Simón encendieron una chispa de esperanza en los ojos desesperados de Sara. —¿Dices que mi abuelo no ha muerto? Yolanda ya no lo soportaba más. Llena de rabia, le gritó a Simón. —¡Tú, campesino vulgar, ¿quieres callarte?! Hace un rato, cuando el jefe Alfonso estaba vivo, dijiste que estaba muerto. ¡Ahora que está muerto, dices que está vivo! ¿Crees que haciendo estos espectáculos como un payaso vas a impresionar a la jefa Sara? César, en el fondo, no quería que Alfonso muriera. También sabía que su intento de deslindar responsabilidades había sido bastante forzado. Entonces volvió a revisar a Alfonso y pidió al decano Zacarías que le hiciera una evaluación completa con los equipos médicos más avanzados. Finalmente, ambos llegaron a la misma conclusión. ¡Alfonso estaba muerto! Simón abrió su saco de lona y sacó de él una pequeña caja de hierro del tamaño de una caja de fósforos, cubierta de óxido. Al abrirla, reveló siete pequeñas agujas negras, parecidas a las que se usan en el bordado. Eran las Agujas de la Serpiente Emplumada, una herencia de su abuelo. Con una de esas agujas en la mano, Simón se dispuso a clavársela a Alfonso. ¡Yolanda se quedó perpleja! En cuanto reaccionó, lo detuvo de inmediato y gritó con voz aguda: —¿¡Qué crees que haces!? —¡Salvarlo! —¿Salvarlo? ¡El médico César no pudo salvarlo ni con sus agujas doradas de unicornio! ¿Y tú, un campesino vulgar, con estas agujas negras, sucias y llenas de mugre que seguramente recogiste de un basurero, te atreves a clavárselas al jefe Alfonso? Gustavo intervino con una risa sarcástica. —¿Salvarlo? ¡Él solo quiere presumir porque acaba de ser contratado como asistente! Total, don Alfonso ya está muerto. Si le clava sus agujitas negras y no pasa nada, no hay consecuencia. ¡Pero si por algún milagro lo salvara, se llevaría todo el mérito! —¡No hay ningún milagro posible! Don Alfonso ya está muerto. ¡Ni Dios podría salvarlo! Si cualquiera pudiese tomar unas agujas sucias encontradas por ahí y con solo pincharlo pudiera revivirlo, ¿entonces para qué existen los médicos? —afirmó César con total seguridad. —El doctor César tiene razón. Don Alfonso ha muerto, es imposible que reviva. Hace un momento ordené a los médicos que le hicieran una revisión completa con los equipos más sofisticados del hospital. Don Alfonso no solo no tiene latidos ni respiración, sino que todos además sus órganos ya han dejado de funcionar. Está completamente muerto. Concluyó el decano Zacarías. Con el respaldo de César y Zacarías, Yolanda estaba aún más convencida de que Simón solo quería llamar la atención y hacer el ridículo. Señalando la puerta, le gritó: —¡Lárgate ya! Por supuesto, Simón no se movió. Miró a Sara con seriedad y le dijo: —A tu abuelo le quedan cinco minutos. Si no clavo la primera aguja lo antes posible, morirá de verdad. ¡Ni Dios podrá salvarlo! —¿Ni siquiera el doctor César pudo salvarlo, y tú sí? —Sara seguía sin creerle. —¡Por supuesto que sí! —¡Idiota! Solo estás fanfarroneando, tratando de lucirte frente a la jefa Sara. Jefa, ¡no le crea sus mentiras! ¡Él quiere poner en peligro al jefe Alfonso! Yolanda intentaba hacer entrar en razón a Sara mientras empujaba a Simón hacia la puerta. Pero Simón era como un tronco, completamente inmóvil, sin importar cuánta fuerza le aplicara. —¡Lárgate! ¡Te dije que te largues ya! Simón alzó la voz. —Tal como dijeron el decano Zacarías y el doctor César, don Alfonso ya ha muerto. ¡Ni Dios puede devolverlo a la vida! Y si ya está muerto, ¿cómo podría yo hacerle algún daño? —¡Tú!... ¡Tú lo que quieres es profanar un cadáver! —¿Profanar un cadáver? Soy el asistente de la jefa Sara. ¿Qué ganaría yo profanando el cuerpo de su abuelo? Simón miró fijamente a Sara, decidido a darle una última oportunidad. —Jefa Sara, me diste un período de prueba de un año. Si no logro devolverle la vida a tu abuelo, puedes despedirme de inmediato.

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