Capítulo 4
Con cada tañido de campana lejano, la densa niebla se disipó poco a poco y el paisaje montañoso fuera de la iglesia se reveló ante todos.
Rosa bajó la cabeza, observando con atención el camino de adoquines bajo sus pies, avanzando paso a paso hacia la salida.
—¿Qué es esto?
La voz repentina interrumpió sus pensamientos. Al alzar la vista, vio a María detenida frente a un árbol, observando atentamente las cintas de tela que colgaban de sus ramas.
—Que Rosa disfrute cada año de constante alegría y que todo le salga mejor de lo esperado. El creyente Mario.
—Que Rosita sea feliz y exitosa, y que todas las cosas sean cordiales. El creyente Mario.
—Que Rosa tenga mucha dicha en esta vida, sin enfermedades ni desgracias, y que solo se cruce con gente noble y bondadosa. El creyente Mario.
—Que mi chica Rosa sea protegida día y noche, año tras año en paz.
...
María las leyó una a una, y con cada frase que recitaba, la envidia en su voz se hacía más evidente.
Rosa, por su parte, contemplaba aquellas cintas mientras su corazón daba un leve vuelco, y sus pensamientos se remontaban cada vez más lejos.
Por culpa de aquel gran terremoto, su cuerpo nunca había logrado recuperarse del todo, y se enfermaba con frecuencia.
Para ayudarla a sanar lo antes posible, Mario solía venir cada semana a la iglesia para colgarle cintas y rezar por su bienestar.
No imaginó que, a lo largo de tantos años, él hubiera colgado tantas.
Ahora, esas cintas seguían ahí, balanceándose sobre ese árbol, pero ella y Mario ya no podían volver a ser lo de antes.
—Vaya, ustedes como hermanos tienen un afecto entrañable, me hacen sentir de sobra.
María ya no pudo seguir leyendo. Puso cara seria y, dándose la vuelta, se dispuso a marcharse.
Mario la retuvo enseguida y, con paciencia, trató de calmarla: —No te enojes. ¿Cómo vas a estar de sobra? Tú eres mi esposa; ella no es más que mi hermana. Si no te gusta, haré que retiren todo de inmediato.
Tras pronunciar estas palabras, Mario ordenó a sus ayudantes que arrancaran todas las cintas del árbol.
Una a una, las cintas fueron cayendo al suelo, pisoteadas sin cuidado, manchándose de lodo.
Pronto, en su lugar, colgaron nuevas cintas con las frases de amor que Mario había escrito especialmente para María.
Fue entonces cuando ella volvió a sonreír. Satisfecha, dirigió una mirada a Rosa, que seguía al lado, mientras fingía preocuparse:
—Si haces esto, ¿no se enfadará Rosa?
Mario esbozó una ligera sonrisa: —¿Qué importancia tendría mi hermana comparada con mi esposa? ¿Ya no estás molesta?
Tal vez porque había logrado contentar a María, en el camino de regreso a la ciudad, ella fue recostada todo el tiempo en el asiento del conductor, junto a Mario.
Rosa, en el asiento trasero, cerró los ojos para descansar. Sin embargo, de pronto, el vehículo aceleró bruscamente.
Abrió los ojos y estaba a punto de preguntar qué sucedía cuando, de pronto, se escuchó un estruendo ensordecedor.
El automóvil se salió disparado y atravesó la valla de protección, dando varias vueltas de campana antes de quedar atascado en un barranco.
La cabeza de Rosa chocó con fuerza contra el respaldo del asiento, provocándole una sensación de mareo. Cuando logró recuperar la consciencia, notó que todo su cuerpo seguía atrapado en el asiento, y que una rama se le había clavado con violencia en el brazo, empapándolo de sangre.
A su lado, María yacía inconsciente; a simple vista, no parecía estar herida, solo se había desmayado por el susto.
Mario, en cambio, reaccionó rápidamente. Rompió la ventana, salió primero y, tambaleándose, logró ponerse en pie. Miró a Rosa, que apenas podía respirar por el dolor, y a María, desmayada, y, tras vacilar un instante, cargó a María en su espalda.
—Me llevaré primero a María. Luego enviaré a alguien por ti.
Con esas palabras, dejó de mirar la expresión de Rosa. Cargando a María, se marchó apresurado, como temiendo que a ella le pudiera pasar algo.
El día que decidió renunciar a él, Rosa ya se había prometido no volver a llorar por su causa.
A partir de ahora, solo viviría para sí misma.
Sin embargo, al encontrarse sola bajo el auto volcado, en aquel valle desolado, no pudo evitar recordar el terremoto de antaño.
Entonces también había quedado sepultada entre escombros. En la oscuridad, estaba completamente sola y permaneció allí atrapada tres días y tres noches, tiempo en que no dejó de llorar.
Después de que la familia Vargas la adoptara, cada noche soñaba con aquel suceso y terminaba temblando mientras lloraba escondida bajo las sábanas.
En ese entonces, Mario siempre entraba corriendo en su habitación para abrazarla fuertemente: —No tengas miedo, Rosa. Aquí estoy yo.
—No dejaré que nada vuelva a lastimarte.
Pero ahora, no podía hacer más que verlo alejarse cada vez más, hasta desaparecer por completo de su vista.
La sangre de su brazo no dejaba de brotar. El cielo empezaba a oscurecer y, con el paso del tiempo, Mario jamás volvió por ella a pesar de su promesa.
Rosa esbozó una sonrisa amarga. Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban y soportando el dolor, se arrastró con esfuerzo para salir de debajo del vehículo. Luego apretó los dientes para arrancarse la rama que se le había incrustado en el brazo y, por fin, comenzó a arrastrarse poco a poco hacia la salida del barranco.
No sabía cuánto tiempo pasó arrastrándose; la mezcla de sangre y lágrimas la consumía, hasta que, finalmente, cubierta de sangre por completo, logró llegar a la carretera y se desvaneció.
Cuando volvió a abrir los ojos, Rosa descubrió que estaba acostada en la cama de un hospital, el brazo vendado con gruesas capas de gasa.
Recordaba que, en su último instante de lucidez, la había socorrido una persona de buen corazón que pasaba por allí, y que fue quien la llevó al hospital.
Desde que ingresó al hospital hasta ese momento, Mario no fue ni una sola vez a verla.
Por lo que le contaron las enfermeras, él estaba cuidando de María.
María solo sufrió lesiones leves, pero Mario aun así alquiló toda una planta para que ella se recuperara con calma y organizó consultas con especialistas de varias áreas para atenderla.
Al escuchar aquello, Rosa miró de manera instintiva su brazo envuelto en vendas. Recordó que, en una ocasión, ella había tenido que ser hospitalizada por un resfriado.
Mario, igual que ahora, se había alarmado, llamando a numerosos médicos y quedándose a su lado todo el tiempo, incluso posponiendo repetidamente la fecha de su regreso al cuartel.
Las lágrimas se deslizaron por su mejilla y humedecieron la almohada.
El día en que recibió el alta, acudieron muchos amigos a recogerla. Entre ellos, un chico que en su día la había cortejado.
Él le ofreció un ramo de flores, y Rosa, un tanto incómoda, estaba a punto de rechazarlo cuando el joven, balbuceando, se adelantó:
—Rosa, no lo tomes a mal. Estas flores son para celebrar que ya estás bien. Sé que pronto partirás de aquí. Solo deseo que, de ahora en adelante, todo te vaya genial.
Ella se quedó unos segundos pensativa, luego dio las gracias y aceptó el obsequio.
Pero, al girarse, vio de pie en la puerta a Mario.
Por lo que recordaba, él casi nunca se enojaba. Sin embargo, en ese instante, su rostro se endureció y sus ojos se volvieron gélidos al fijarse en las flores que Rosa tenía en la mano. Inmediatamente, dio media vuelta y se marchó.
Rosa se quedó sorprendida, algo confusa, sin entender por qué estaba tan disgustado.
No le dio más vueltas. En cuanto llegó a casa, colocó el ramo en un florero.
Entonces alguien llamó a la puerta desde el exterior. Sosteniéndose de la pared, fue a abrir.
Tras la puerta apareció un rostro de facciones muy marcadas.
¡Mario!
Desde que descubrió sus sentimientos hacia él, la relación entre ambos se había enfriado al punto de quedar en un impasse. Mario jamás había vuelto a golpear a su puerta.
¿A qué venía ahora?
Tan pronto abrió la boca para hablar, Mario la envolvió en un abrazo. El movimiento súbito la asustó, y dio varios pasos hacia atrás junto con él hasta que cayeron sobre el sofá.
El olor a alcohol inundaba su cuerpo. Rosa quiso apartarse, pero al segundo siguiente, él le sujetó la barbilla y se inclinó para besarla.